En 1733 la familia Cartellà, que desde el s. XV habitaba el casón gótico donde ahora se encuentra el Museo, se lo vendió a los frailes capuchinos, que en 1762 iniciaron la construcción de un convento de la orden de San Antonio de Padua. De esta época datan los espacios más emblemáticos e interesantes del edificio, como este cementerio desecador, que transmite la fascinante percepción de la muerte en el barroco. Es el único ejemplo que se conserva entero en Cataluña. Se encuentra en el lugar que antiguamente era subterráneo, y está bordeado por dieciocho nichos verticales, con los bancos agujereados donde se colocaban sentados los frailes difuntos hasta que los cuerpos se desecaban. Al cabo de dos años, las momias extraídas eran vestidas con los hábitos religiosos y expuestas para ser contempladas, con el objetivo de inducir a la reflexión sobre la fugacidad de la vida y la inmediatez e implacabilidad de la muerte.