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Maternidades. Una mirada diversa Exposición temporal

Mater amantissima

El ideal de maternidad intensiva como exaltación absoluta de felicidad, satisfacción y realización personal y pública de las mujeres ha producido e impuesto el mito de la madre perfecta y devota, casada, monógama, sacrificada y feliz. Esta construcción social ha permitido durante muchos siglos al sistema patriarcal relegar a las mujeres a la esfera reproductiva y a las tareas de crianza y cuidado de hijos e hijas.

El arte también ha caído en esta trampa y, tradicionalmente, ha representado la maternidad como un estatus azucarado, idílico y romantizado, un lugar perfecto, lleno solamente de ternura y de calma. Curiosamente (o no tanto...) han sido artistas hombres los que más la han representado así.

Uno de los primeros espacios de dialéctica emocional que vivimos, una de las más precoces escuelas sentimentales, se da en el encuentro entre el cuerpo del niño y los brazos de la madre (como pintan Joan Navarro, Oriol Muntaner, Enric Marquès o Francesc Torres Monsó); y, más adelante, cuando la criatura empieza a caminar y, por tanto, a decidir y tener cierta autonomía, tiene lugar en el encuentro entre la mano materna y la del niño (como pintan Ferran Gomà, Sebastià Badia, Néstor Fernández, Pere Torner Esquius o Rosario de Velasco).

Hay un momento del texto Compagnie (1979) de Samuel Beckett, en el que recuerda una escena de infancia; levanta los ojos hacia el azul del cielo, le formula una pregunta a su madre, pero no responde, sin saber por qué, solo le deja «colgando la mano y le da una respuesta hiriente inolvidable». La sensación reconfortante de una mano que te sostiene no puede esquivar el lacónico momento de su abandono. Las manos entrelazadas de la madre y la criatura encierran una coreografía sensitiva y emocional –el amor entre los dos seres bien conectados–, pero también social –entre ellas se negocia el control, el miedo a la pérdida, el desprecio, la desgana, la violencia–; es una danza moral que perdurará para siempre.

Todas las madres, en algún momento, hemos arrastrado a regañadientes, de la mano, lo que más amamos, cosificándolo, ya sea por prisa, agotamiento o por un limitador e hipertrofiante miedo a perder al hijo entre la densidad urbana. Las manos, esos pliegues que cuando encajan se convierten en nervios encendidos de una sola piel, pueden ser el primer espacio de claudicación individual, la primera presión institucional. Así lo pinta la artista cercana a la Sección Femenina de la Falange, Rosario de Velasco, en El bautizo, en el que una madre y una muchedumbre de gente sin rostro tiran de una criatura en una mascarada que el niño no comprende. La artista rompe con su figurativismo y objetivismo, y con lápiz pastel esboza un dibujo de aspecto fantasmagórico a partir del trabajo con manchas y siluetas.

Por todo ello podríamos decir que la ambigüedad de las manos como interfaz amorosa sirve para prever futuras decepciones y para entender la complejidad moral de nuestros sentimientos. Las variaciones diarias de la temperatura de la mano, la forma de sujetarla, la fuerza ejercida, los movimientos dactilares, como un libro abierto –demasiado abierto– escrito a dos manos; tan pronto para el niño, tan difícil para la madre.

Ingrid Guardiola Sánchez

El bautizo
Rosario de Velasco Belausteguigoitia
No datado
Lápiz pastel sobre papel
Colección Rafael y María Teresa Santos Torroella