Eva Vázquez Ramió
“Ermesenda, es mi nombre. Y un mundo entero se pone en pie”
De todos los lugares posibles del mundo, no cabe duda de que estamos en Girona. San Narciso, Ermesenda y el call o judería. Con pocos símbolos tan destacados se construye el mito fundacional de una ciudad. Un relicario, un anillo y un pergamino. Como los frascos de esencias, estos objetos son preciosos por dentro y por fuera, preciosos en un sentido que no tiene tanto que ver con la belleza como con su permanencia, aunque el perfume se haya secado. Al menos, en ellos pervive el recuerdo de un aroma, al igual que en el crujido del entarimado de una vieja casa siguen resonando los pasos de los antiguos ocupantes, sus murmullos nocturnos. Convertirse en los emblemas de un lugar, soportar toda la bendición y todo el desasosiego de no ser cosas en sí mismas, sino también mediadoras de alguna idea adherida, como un polvillo o una herida, reviste una responsabilidad descomunal que no todas las metáforas están en condiciones de abrazar.
Girona es judía y es cristiana. Esta escultura de madera policromada del siglo XVIII es una de las representaciones de san Narciso que muestra de manera más evidente los atributos del obispo patrono de la ciudad: la mitra, la capa pluvial y las moscas que la decoran. La mezuzá del siglo XV, conservada en el Museo Bíblico, contiene los versos del Deuteronomio que definen el significado del judaísmo. Y, por encima de todo, el anillo con un nombre escrito en árabe y en latín: Ermessendis, recuerda a quien, en el siglo XI, dirigió y nombró a la ciudad entera.